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Sophie Labbé

Sophie ha conservado la magia de los contrastes y el amor por la tierra que transpone sublimando una rosa de Grasse o un neroli de Túnez con una armonía inesperada. También ha adquirido el gusto por la transmisión de valores y gestos en los que el más mínimo detalle requiere atención.

Si hay algo que caracteriza a Sophie Labbé es su sonrisa. Esté donde esté, a su lado o al otro lado del mundo, su sonrisa se percibe al instante, por la calidez de su rostro, por la entonación de su voz o por la elección de sus palabras. Para Sophie, sonreír es un estado de ánimo, un símbolo de la positividad que explica quién es y su forma de ver el mundo. En sus creaciones se percibe también la ternura, la alegría y la generosidad. En su sonrisa también se lee la alegría cuando habla de sus recuerdos de infancia. Sophie creció entre París y Charente-Maritime. Sus raíces son una mezcla de la efervescencia de la capital francesa y la calma de las largas hileras de viñas del campo.
"Componer un perfume y trabajar la tierra exigen paciencia. Son cultivos en los que un largo proceso de maduración produce una bella creación. Nos tomamos nuestro tiempo para observar, escuchar y sentir. Luego llega el momento en que la idea está ahí. La composición adecuada o la nota que concluye la composición. Es entonces cuando hay que cogerla, como si recogiéramos fruta madura o degustáramos un vino maduro", dice.
En perfumería, ciertos encuentros fueron decisivos para Sophie. Así ocurrió, por ejemplo, desde su primer intercambio con el perfumista Jean Kerléo. En 1985, él la introdujo en un mundo cuyas maravillas resonaban con sus propias raíces y valores. Poco después de licenciarse en química, Sophie ingresó en la escuela de perfumería Isipca. Se graduó como la mejor de su clase en 1987, lo que marcó el comienzo de su carrera, durante la cual pasó 5 años en Givaudan, luego 27 años en IFF, antes de unirse a Firmenich en 2019.
Hoy, cuando necesita evadirse, Sophie se sumerge en las páginas de una novela, sus favoritas son las del autor japonés Aki Shimazaki, cuyas obras devora, o cierra los ojos y se imagina de nuevo en la costa salvaje de Francia. Frente al océano, respira el olor a sal de los arbustos de siempreviva y siente el impulso de correr hacia el mar. Cuando llega el verano, explora el horizonte desde un catamarán o viaja por Italia, uno de sus destinos favoritos. Le encanta redescubrir los paisajes de la Toscana; las ciudades que son museos, donde cada fachada es un pedazo de historia; y la moda de los talentosos diseñadores italianos. Cada viaje es una inspiración y el comienzo de una nueva historia. Una historia que nace de una conversación, de una sucesión de imágenes, de la lectura, o simplemente del descubrimiento de un nuevo ingrediente cuya fragancia es una promesa de creación.

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